septiembre 24, 2011

No han sido tiempos fáciles. Creo que he gastado un porcentaje importante de la paciencia de mis propios amigos y aun no llevo ni la mitad del problema resuelto, y digamos que esto no llega a buen puerto porque ciertas cosas quedaron demasiado impregnadas en mi esencia como para reemplazarlas de la noche a la mañana, o mejor aun, borrarlas. Fueron tiempos cortos pero intensos. Mis últimos años de historia romántica suelen ser así: meses fugaces llenos de risas y estruendosas peleas que nunca llegaron a buen puerto.

Mientras intento olvidar muchas cosas, me pasa que suelo ponerme a pensar más en otras, como si fueran recuerdos que se resisten a ser olvidados, y cuando más empeño pongo en sublimar tantas sensaciones que flotan en el aire, se me aparecen luego en forma de vívidas figuras en sueños incontrolables que me provocan una enorme tristeza al despertar, al enterarme de lo que ya no está, de lo que no fue y más triste aun, de lo que nunca será. Y en esos días de pena que no puedo evitar ni evadir, no cuento con el apoyo de los más cercanos simplemente porque ya se cansaron de escuchar la misma historieta melancólica que vengo contando hace un tiempo. Están en su justo derecho. Personalmente me aburriría de estar escuchando la misma tonterita cada día. Pero, a mi defensa, debo decir que es absolutamente involuntario, es decir, que no queriendo que suceda, poniendo todo mi empeño para olvidar lo malo, las cosas resultan así igual: así de mal, días bajoneados, noches que parecen más frías, días que parecen no tener sentido, voces de una mujer que ya no está.

Mientras más tiempo pasa, más me preocupo. Más me pregunto por su vida. Más deseo olvidarla de una vez por todas. Más me empeño en evaluar la posibilidad de construir una maquinita que me permita volver el tiempo atrás y evitar escribirle sobre el ping-pong y que se yo que cosas. Más deseo desquitarme con la gente incorrecta. Más deseo querer sonreír al pensar en ella, como cuando piensas en algo completamente superado.